Tuve hambre, y no me disteis de comer. Mt 25, 31-46
Venid, benditos de mi Padre Mt 25, 31-46
No es fácil estar a la cabecera de un ser querido cuando se acerca su final. Nadie nos ha preparado a familiares o amigos para coger su mano y recorrer juntos el último tramo de su vida. Queremos acertar pero no sabemos muy bien qué hacer.
Lo primero es centrar nuestra atención en la persona enferma, no en la enfermedad. Los médicos y enfermeras se ocuparán de su mal. Nosotros hemos de estar muy atentos a lo que vive en su interior. Lo nuestro es no dejarle solo, acompañarlo de cerca con cariño y ternura grande.
Acompañarlo quiere decir escuchar su pena e impotencia, entender sus deseos de curarse, comprender su desconcierto y sus miedos. A veces, tendremos que sufrir tal vez su irritación y sus enfados. No importa. Estamos así aliviando su tensión. Hemos de evitar siempre lo que puede crear en ese enfermo querido turbación, resentimiento o tristeza. Hemos de despertar en él paz, confianza y serenidad. Qué suerte es poder entonces conversar desde la fe para ayudarle, también en esa hora terrible, a sentirse envuelto por el amor inmenso de Dios.
No hay que utilizar tópicos ni frases vacías de verdad. No hay que decirle que está bien si él se siente mal. No hay que engañarle cuando sospecha ya lo inevitable. Son horas sagradas. Tenemos que hacerle preguntas acertadas: ¿quieres algo más?, ¿quieres hablar a solas con alguien? ¿cómo quieres que se te ayude mejor?
Cuando el final se acerca, las palabras resultan cada vez más pobres. Lo importante son ahora los gestos: la mirada cariñosa, el beso suave, la caricia sentida, nuestras manos apretando la suya. Qué consolador poder sugerir al enfermo una invocación sencilla y confiada a Dios que pueda repetir en su corazón.
Jesús declara «benditos de su Padre» a quienes ayudan al necesitado, acogen al extranjero, visten al desnudo o se acercan al enfermo y al preso, aunque no lo hagan motivados por fe religiosa alguna. Nadie tan pobre, necesitado y desvalido como el que está ya cerca de su muerte. Aunque no seamos muy religiosos o creyentes, Dios nos bendice cuando nos ve ayudándonos mutuamente a morir con paz.
Venid, benditos de mi Padre Mt 25, 31-46
No es fácil estar a la cabecera de un ser querido cuando se acerca su final. Nadie nos ha preparado a familiares o amigos para coger su mano y recorrer juntos el último tramo de su vida. Queremos acertar pero no sabemos muy bien qué hacer.
Lo primero es centrar nuestra atención en la persona enferma, no en la enfermedad. Los médicos y enfermeras se ocuparán de su mal. Nosotros hemos de estar muy atentos a lo que vive en su interior. Lo nuestro es no dejarle solo, acompañarlo de cerca con cariño y ternura grande.
Acompañarlo quiere decir escuchar su pena e impotencia, entender sus deseos de curarse, comprender su desconcierto y sus miedos. A veces, tendremos que sufrir tal vez su irritación y sus enfados. No importa. Estamos así aliviando su tensión. Hemos de evitar siempre lo que puede crear en ese enfermo querido turbación, resentimiento o tristeza. Hemos de despertar en él paz, confianza y serenidad. Qué suerte es poder entonces conversar desde la fe para ayudarle, también en esa hora terrible, a sentirse envuelto por el amor inmenso de Dios.
No hay que utilizar tópicos ni frases vacías de verdad. No hay que decirle que está bien si él se siente mal. No hay que engañarle cuando sospecha ya lo inevitable. Son horas sagradas. Tenemos que hacerle preguntas acertadas: ¿quieres algo más?, ¿quieres hablar a solas con alguien? ¿cómo quieres que se te ayude mejor?
Cuando el final se acerca, las palabras resultan cada vez más pobres. Lo importante son ahora los gestos: la mirada cariñosa, el beso suave, la caricia sentida, nuestras manos apretando la suya. Qué consolador poder sugerir al enfermo una invocación sencilla y confiada a Dios que pueda repetir en su corazón.
Jesús declara «benditos de su Padre» a quienes ayudan al necesitado, acogen al extranjero, visten al desnudo o se acercan al enfermo y al preso, aunque no lo hagan motivados por fe religiosa alguna. Nadie tan pobre, necesitado y desvalido como el que está ya cerca de su muerte. Aunque no seamos muy religiosos o creyentes, Dios nos bendice cuando nos ve ayudándonos mutuamente a morir con paz.
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