En el contexto de una mentalidad en la que la palabra amor es más utilizada que nunca, la Iglesia nos habla, del amor fraterno, del amor cristiano, de la caridad. Un amor con «apellido», del que cabría que se nos preguntara si es distinto a ese otro amor al que constantemente se alude, si aporta algo nuevo. En la respuesta que demos a este planteamiento, en el que nos tenemos que esforzar para explicar con claridad en qué consiste la cualidad y la condición, del amor cristiano, los hijos de la Iglesia nos jugamos ante el resto de la sociedad, cada día más secularizada y en la que lo religioso no cuenta o no cuenta lo suficiente, el atractivo de nuestra propuesta, que aparece ante nuestros contemporáneos como «una más».
¿Cómo mostrar la idiosincrasia del amor cristiano? Creo que no tenemos más que hacer presentes algunas situaciones que vivimos cotidianamente para comprobar la gran diferencia que existe entre lo que «el mundo» —por utilizar este término del Evangelio de San Juan para designar a esa sociedad secularizada de la hemos hablado— entiende por amor y lo que el mensaje de Cristo nos propone. Con un somero repaso, podemos concluir algunos de sus rasgos.
En nuestra cultura actual, esa misma que tanto exalta el amor, éste sólo está reservado para el que corresponde, porque, también en este ámbito, entra en juego la transacción, el rédito y el cálculo; este amor tiene límites circunstanciales y temporales, porque perdura sólo hasta que todo «vaya bien» y hasta que no se caiga en la monotonía; es impaciente, y mucho, porque necesita de lo inmediato y de lo palpable para perseverar; es desagradecido, porque olvida fácilmente lo bueno que se ha recibido, aunque no olvida fácilmente el mal infligido…
Amor al fin y al cabo, sí, que no es malo en sí mismo, pero ¿suficiente? Para Cristo, no. Él, Camino, Verdad y Vida, nos enseña por boca del apóstol San Pablo qué es el verdadero amor, cómo es la caridad: «es paciente, servicial; el amor no es jactancioso, no es envidioso no se engríe; es decoroso; no busca su interés; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra con la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree. Todo lo espera, todo lo soporta. El amor no acaba nunca» (1Cor 13, 4-8). Este es el tipo de amor con el que nos ama Dios, con el que nos ha amado por medio de su Hijo; un tipo de amor que quiere que hagamos presente en nuestras vidas: no en balde fue el mandamiento que nos dio a nosotros, sus discípulos, precisamente en la noche en la que iba a ser entregado: « Amense unos a otros como yo los he amado» (Jn 13, 34)
El que quiere amar con este auténtico amor, con caridad cristiana; el que quiere hacer vida y dar vida con el amor fraterno, tiene que amar así, como Cristo nos enseñó, con un amor que se sacrifica, que está dispuesto siempre a ofrecer perdón —aunque éste no se acoja— y aunque no «apetezca» nada. Quizá la clave esté ahí: es posible que el concepto de amor que nuestra mentalidad tiene se identifique con el afecto, con una simple pasión del ánimo, cuando en verdad, la caridad, trasciende ese nivel elemental y es algo mucho más profundo.
¿Cómo mostrar la idiosincrasia del amor cristiano? Creo que no tenemos más que hacer presentes algunas situaciones que vivimos cotidianamente para comprobar la gran diferencia que existe entre lo que «el mundo» —por utilizar este término del Evangelio de San Juan para designar a esa sociedad secularizada de la hemos hablado— entiende por amor y lo que el mensaje de Cristo nos propone. Con un somero repaso, podemos concluir algunos de sus rasgos.
En nuestra cultura actual, esa misma que tanto exalta el amor, éste sólo está reservado para el que corresponde, porque, también en este ámbito, entra en juego la transacción, el rédito y el cálculo; este amor tiene límites circunstanciales y temporales, porque perdura sólo hasta que todo «vaya bien» y hasta que no se caiga en la monotonía; es impaciente, y mucho, porque necesita de lo inmediato y de lo palpable para perseverar; es desagradecido, porque olvida fácilmente lo bueno que se ha recibido, aunque no olvida fácilmente el mal infligido…
Amor al fin y al cabo, sí, que no es malo en sí mismo, pero ¿suficiente? Para Cristo, no. Él, Camino, Verdad y Vida, nos enseña por boca del apóstol San Pablo qué es el verdadero amor, cómo es la caridad: «es paciente, servicial; el amor no es jactancioso, no es envidioso no se engríe; es decoroso; no busca su interés; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra con la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree. Todo lo espera, todo lo soporta. El amor no acaba nunca» (1Cor 13, 4-8). Este es el tipo de amor con el que nos ama Dios, con el que nos ha amado por medio de su Hijo; un tipo de amor que quiere que hagamos presente en nuestras vidas: no en balde fue el mandamiento que nos dio a nosotros, sus discípulos, precisamente en la noche en la que iba a ser entregado: « Amense unos a otros como yo los he amado» (Jn 13, 34)
El que quiere amar con este auténtico amor, con caridad cristiana; el que quiere hacer vida y dar vida con el amor fraterno, tiene que amar así, como Cristo nos enseñó, con un amor que se sacrifica, que está dispuesto siempre a ofrecer perdón —aunque éste no se acoja— y aunque no «apetezca» nada. Quizá la clave esté ahí: es posible que el concepto de amor que nuestra mentalidad tiene se identifique con el afecto, con una simple pasión del ánimo, cuando en verdad, la caridad, trasciende ese nivel elemental y es algo mucho más profundo.
Recordemos la entrega total de Cristo en la Cruz y por el que recibimos su Cuerpo y su Sangre, que entregó amorosamente para librarnos de todo mal.
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